martes, 27 de abril de 2010

CXXIII El día que aprendí a nadar.


Se enfadó tanto mi madre cuando empecé a llover y mojé las alfombras nuevas, que se inició un disgusto de lágrimas de proporciones épicas digna de los gritos de mi padre, del portazo de mi hermano, de la inundación consecuente de los pasillos y habitaciones, los gritos nerviosos de los vecinos de abajo que se enfrentaban a las cascadas; me tuve que acostumbrar a vivir en una isla, que era mi cama, y ellos en otra, que era la mesa del salón; nos tuvimos que acostumbrar a los barcos que empezaron a navegar el largo tramo de mi habitación al comedor llevando lentamente mis “losientos” a mis padres lejanos, a las tormentas que los hundieron cuando ellos me enviaron sus perdones.
Un día los faros sobre los armarios se apagaron y el tráfico naval de suplicas y disculpas quedó interrumpido.
No volví a ver a mis padres. Tuve que aprender a nadar.