martes, 14 de febrero de 2012

CLXXII El hombre del Violonchelo.


Se conocieron en el metro detrás de un violonchelo, él le observaba resguardado entre las cuerdas, ella cautivada por la grandiosidad de su instrumento se dejó dejar una nota antes de que él abandonara el vagón en la cual una gran clave de Sol inauguraba el nombre de Santiago y un teléfono. Pasadas unas horas no pudo evitarlo y lo llamó, quedaron en un hotel a las afueras de la ciudad. Él la esperaba en la 504 con la luz apagada, en cuanto ella abrió la puerta las cuerdas empezaron a vibrar, ella, prendida, guiada por la dulce música se acercó lentamente, se detuvo ante él y sin tocar nada y sin decir nada se sentó en el suelo alfombrado. Pasaba el tiempo, los compases, ella disfrutaba con ojos cerrados, movía su cabeza al ritmo, de repente una mano la acarició, ella se dejo llevar, paró la música y se empezaron a besar, hicieron el amor toda la noche. A la mañana siguiente, con la luz del alba, ella se levantó pero ya ni su instrumento ni él se hallaban. A ella no le importó. Se duchó y se vistió mientras tarareaba su melodía, risueña, contenta, feliz, alucinada dejó la habitación. Pasó el día, la tarde y por la noche de nuevo lo llamó, quedaron; ni una palabra, misma oscuridad, misma habitación, mismo hotel, semejante situación. Volvió a tocarle, volvió a morderle su larga música y al amanecer de nuevo la luz, la música sin su instrumento; sin él. Pero la felicidad podía con ello y con más y enamorada dejó de nuevo la habitación.
Ella quería ver a su hombre, tocar las cuerdas de su violonchelo, evocarle todo su amor con toda luminosidad. Volvió a llamarlo, entro a la 504, empezó a sonar la música, ella se acercó lentamente al interruptor y encendió todas las lámparas. De repente un hombre con calzoncillos anchos y roídos de flores, espatarrado en la cama, junto a él una mini cadena vieja y en su interior un casete de los de antes sonando, en play, dando vueltas y vueltas. Ni rastro del violonchelo, ni rastro del galán. Ella no se lo podía creer y cuando el farsante ya huía ella volvió a apagar la luz, le detuvo suavemente y le empezó a besar, él; incrédulo al principio, al final se dejó llevar, esta vez la música no dejó de sonar, hicieron el amor de manera apasionada. A la mañana siguiente él se levantó temprano, como siempre, para escapar, pero esta vez ella se le había adelantado, ya se había marchado y con ella aquel viejo pero fantástico casete, esa increíble melodía de violonchelo, ese gran espectáculo metido en cinta, ese gran placer.
El hombre jamás de ella volvió a saber.