martes, 28 de abril de 2009

LXVII Mi propio mundo.


Nadie me observaba, no era necesario para desplegar mi propia esencia. Ahí estaba yo, con un café en la mano izquierda y un puñado de movimientos estudiados, al amparo de la artificialidad y alejado de toda naturalidad, configurando mi espacio, confirmado por mi propia presencia.

Cada uno de mis movimientos, milimétricamente medidos, premeditadamente seleccionados, se desenvolvían en el entorno, y configuraban una escena de represión interna. De este modo, todo lo aparentemente próximo, se me antojaba como en otra dimensión, infinitamente alejado de mi mismo.

Era muy fácil determinar mi propia individualidad, reflejada a veces, en la faz líquida que sobre la taza de café, bailaba. Todo convivía a mi alrededor, salvo yo.

Gracias a la temerosidad de mi conciencia, profundamente dormidiza, fui sobrellevando aquella circunstancia. Mi afán por la consecución de una individualidad indiscutible, había mermado mis posibilidades en el ecosistema social que me contenía, sentenciándome, con sus ojos de tristeza.