jueves, 23 de octubre de 2008

XXXIII Maestros del toreo.

La plaza se iba llenado, la plaza ya estaba llena. Los toreros en el callejón. En el redondel la mayoría, vacas mansas pero también morlacos de todos los colores y tamaños; toros de gran categoría y pundonor. Toros que aún siendo tan jóvenes, se encaran y zarandean el capote con fuerza, criados a conciencia en los mejores campos de Barcelona y alrededores.
Solo los mejores toreros son capaces de lidiar con tales bestias; bestias preciosas.
En estos últimos años la cosecha de buenos bravos se había incrementado notablemente; antaño incluso, el toro respetaba al torero. Eso no eran toros, eran vaquillas.
A mí, como gran torero considerado, que me considero, me gusta lidiar con torazos, pero no me gusta matarlos como hacen otros, a mí me gusta enseñarlos, amansarlos y conducirlos a corrales mucho más sabihondos y tranquilos de lo que salieron. Este es mi reto diario, mi trabajo. Lo que me gusta. Y no te digo que alguna vez no me haya llevado alguna que otra cornada, pero cada pinchazo te curte, te enseña, te hace querer más si cabe a ese toro que te reta, que te busca, que te mira y amenaza, que busca tus límites, a ese toro que lo único que busca en ti es tu atención, comprensión y compañía; tu afecto.


Y sonó el timbre; las 15:30. Se acabaron las conversaciones de nada, todos al patio, ellos esperando, cada niño detrás de su columna, sonrientes, revoltosos y movidos. Los maestros pues se dispersan; cada uno con su grupo, cada uno con su clase. Cada niño un mundo, cada niño una alegría, muchas veces mal entendida, mucha psicología, no todo vale, no todos valen. - Hola buenos días - ,y empieza de nuevo un nuevo día.