miércoles, 2 de septiembre de 2009

LXXI El árbol.


El tronco joven de aquel árbol carcomido por los caprichos del Sol y la pena daba paso a una hilera desordenada de gusanos blancos. El árbol lejos de quejarse, se iba dejando morir cosquilleado por aquellos preciosos huéspedes.
A su derecha, muy cerca de él, un sano, contento y rejuvenecido Olmo viejo le miraba pero no le veía. Sus raíces, bajo tierra, aún se mezclaban con el chepudo árbol carcomido. Las raíces de aquellos dos árboles seguían apretadamente abrazadas buscando un mismo agua, un mismo sustento. Tierras cargadas de agua aunque áridas para aquel envejecido jovencito. Y cada día salía el Sol, a la misma hora, por el mismo rincón, detrás de aquella misma montaña pero la noche eterna que ya ofrecían aquellos restos de árbol carcomido apenas sombreaban la luminosidad del alma joven de su compañero el Olmo. Y cada día una aventura para uno y cada día un suplicio repetido, repetitivo para el otro. Su debilidad cada día más debilitada seguía siendo arañada por pequeñas y delicadas alas de mariposa que de vez en cuando se posaban en sus ramas a descansar desplegando todo su reino de color. Y poco a poco fue muriendo sin vivir, y poco a poco fue pensando y se volvió loco, y poco a poco se le fueron cayendo todas sus hojas en primavera, flora que más tarde sirvió de colchón al infinito descanso de aquel árbol sin denominación, sin tipo, sin raza, sin marca. Solo un árbol seco más dentro de aquel inmenso bosque lleno de vida y soledad.