jueves, 22 de enero de 2009

XLVIII La residencia.


Aparcamos el coche en aquel barrizal de barro y despropósitos, el parquing de la residencia de ancianos; del muro de las lamentaciones. Nos acercamos y antes de entrar vemos a un hombre que pasea por los alrededores del recinto, cabizbajo, sigiloso; le saludamos, pero no nos responde. Otro tira de un carrito, entubado por completo. Abrimos el portón, al frente la capilla, montones de crucifijos y posters llenos de mensajes cristianos al viento, que nadie lee. Giramos a la izquierda por un pasillo iluminado y al fondo nos encontramos con la sala. Dentro impaciencia, incomprensión, dejadez, lejanía y prisa por morir. Muchos abuelos encajonados en sus sillas y sillones. La televisión está encendida pero nadie la ve, nadie la atiende. El silencio es imponente, la tristeza contagiosa. Y entrando a mano derecha mi abuela, dejando caer los días, consciente de todo, con mirada perdida y corazón espeso. Le saludamos y le cuesta activarse, finalmente nos acaba reconociendo. Rápidamente nos sonríe y le preguntamos como siempre lo de siempre y nos contesta como siempre lo que quiere, como quiere lo de siempre.
- ! Pero no te quejes! Si estás perfectamente! Ya me gustaría llegar a mi a tus años como estás tú de bien!
Pero... ¿ y el otro dolor? Parece que nadie lo tiene en cuenta o no lo quiere tener en cuenta.
- Pero si aquí te cuidan muy bien, todo está muy limpio, no huele a viejo, ¡ huele muy bien!
A lo que mi abuela después de unos segundos responde:
- Pero... ¿ cuándo vuelvo a tener vacaciones? ¿ Cuándo vuelvo unos días a casa?

Quien quiera entender que entienda.