domingo, 19 de septiembre de 2010

CXLV Un día en Tulcán (Ecuador).

Mes y medio de viaje por lugares tan diferentes y lejanos como Ecuador o Perú dan mucho de sí. Dejo algunas de las historias que allí escribí en momentos muertos.
El sonido del camión de basura me despertó, poco a poco me fui desperezando. Mis tres compañeros seguían dormidos. Miré el reloj, ¡las cinco de la mañana!, !no puede ser! –me dije… ah no! La morriña me había vuelto a engañar… eran las 10 de la mañana hora local. Hoy era Sábado, día de fiesta, la semana con los niños había sido cansada. Lentamente todos se fueron levantando. Nos duchamos, nos vestimos y abrimos el portón de esa casa cedida por los familiares de la madre Rocío.
Levanté la vista, miré al frente, solo un perro pulgoso caminaba por la carretera. Subimos la empinada cuesta y empezamos a observar los comercios, tiendas pequeñas de todo tipo. Aquí en Tulcán no hay grandes centros comerciales ni supermercados. Continuamos; la gente nos mira, seguro que después de diez días aquí ya nos conocen de vista y comentan… de que planeta vendrán estos… A lo lejos una familia no deja de meter huevos de gallina en todos los recovecos de su coche, en el capó, en el maletero, parece un contrabando. De repente el Olmos se tropieza; pese a que él es muy patoso, esta vez tiene excusa pues el pavimento está lleno de desniveles y agujeros, agujeros a veces tan peligrosos y profundos que Fabián nos explica que una vez un joven chumadito (así llaman a los borrachos) cayó dentro de un hueco y se mató entero. Seguimos caminando, de repente el terreno deja de ser asfaltado, ahora son rocas y polvo lo que pisamos. Aún así tienen la decencia bromista de poner rampas con el signo del minusválido, para acceder a algunas, bien pocas por otro lado, aceras del centro de la ciudad. La orquesta en la calle es continua, los instrumentos agudos de viento de los coches ochenteros se combinan con los pitos graves gravísimos de los grandes camiones y autobuses iluminados con multitud de bombillas y luces de neón de todos los colores. Nos detenemos en una peluquería, dentro puedes cortarte las puntas o comprarte un bollo de pan, un helado o una coca cola caliente. Un poquito más adelante a través de un cristal, bastante sucio por cierto, podemos ver como una señora gorda y baja desmenuza con las manos, de las uñas mejor no hablamos, la carne del vientre y costillas de un gran cochino. Seguimos hacia delante y a nuestra izquierda, a unos treinta metros, veinte pollos subidos a una gran noria giran y giran sin parar y se doran en contacto con el fuego abanicado por un hombre oscuro y sudoroso. Los niños y los no tan niños nos miran cual gigantes mientras comen chupa chups y todo tipo de guarrerías. Uno nos sonríe… pobre… le faltan dientes y los pocos que tiene los tienen literalmente negros, aún así los padres les siguen comprando; no me cabe en la cabeza. A nuestra derecha nos llama la atención y el asco y el miedo los colmillos de una rata enorme pinchada en un palo, preguntamos que es… Quy, nos reponde; a la orden, se despide. Empieza a llover, me pongo la rebequita, pasan cinco minutos y ya hace calor de nuevo, es lo que tiene vivir en la sierra, a 3000 metros de altura. Ya es casi la hora de comer, nos damos la vuelta buscando la calle Paraguay, allí nos espera el convento, en su interior la madre Queralt, la madre Rocío y la hermana Trinidad nos esperan con misericordia. No picamos a la puerta, es hora de la oración. Abrimos con llave las puertas de Dios. La comida ya está hecha, arroz blanco, pollo y “papas”… lo de siempre vamos. Escuchamos el amén. Fin de las súplicas. ¿Cómo amanecieron? – Muy bien, chévere -responde Fran con su acento chungo chunguísimo inventado, dice que así se siente más integrado. Bendecimos la mesa y a las madres que lo han preparado. Estoy convencido que les encanta que vengamos a comer y a cenar y a todo pues damos un poco de chispa y alegría a esas vidas monótonas y solidarias dentro de esas cuatro paredes. Acabamos de comer, no nos podemos dejar ni un grano de arroz, nos despedimos y bajamos a echarnos una siesta española buena y señorial. Nos ponemos la alarma a las seis, hora local. Esta tarde toca acercarse a España y a los nuestros, vamos a las cabinas, a internet, enviamos el corazón en los mails y nos vamos a echar un partido de futbol a la sintética, seguimos invictos y nos encanta. A ver a quien nos trae hoy el Miguel como rivales. Ganamos y volvemos a casa, nos duchamos y ya son las 8:30h, toca ir a cenar al convento de nuevo. La madre Queralt es de Mataró y habla en catalán en la mesa ecuatoriana, cosa que me parece una falta de respeto ya que hay gente cenando que no sabe el idioma y no se entera. La madre Queralt me da miedo, es demasiado chapada a la antigua, demasiado seria, demasiado monja. La madre Rocío es mucho más roquera, entiende las bromas y participa de ellas, la hermana Trinidad tiene 19 años y es como una olla a presión, tengo ganas de saber cómo acabará su historia. Tengo que decir que las tres nos tratan muy bien , no nos falta de nada. Y llega la noche. Tenemos suerte. Los cielos están despejados. Desde aquí arriba se pueden tocar las estrellas. Te recuerdo. Finalmente volvemos a la habitación, nos metemos en la cama, charlamos, hasta que nuestros sueños nos gobiernan y acaban reposando a la luz de la Luna.