La maleza desdibujaba el camino de entrada a la aldea, las
amapolas con sus vientos se avisaban del quejido de mis botas sobre el suelo.
Los pedazos medievales de bandera del castillo me indicaban la dirección de caída
de sudor del sufrimiento. Las mesas y sillas carcomidas por el tiempo, sugerían
restos de alegría en algún momento. La obediencia de sus calles, todas rectas,
mostraban el orden del que un día gozó el pueblo.
Mi caminar proseguía ahora por un terreno escarpado, la
pendiente descendiente era pronunciada, bajaba un río pero no sus aguas, las
aguas, pese al desnivel, permanecían quietas e inmóviles. Me quedé asombrado.
Es como si el tiempo se hubiera detenido. De repente un sonido ensordecedor golpeó
mi tímpano, todo el pueblo con su paisaje, entonces, poco a poco empezó a
volcar. Nada se movía, nada de despeñaba, tampoco las piedras, ni el agua, ni
el ladrido mudo del perro, solo yo, que caí hacia el infinito de los cielos.