martes, 15 de abril de 2008

XXII Una casa, una realidad familiar.


Con manos grandes, ásperas y duras esperaba sentado en su sofá un hombre fuerte y corpulento al que el paso de los años había enchepado delicadamente. Con pelo casposo y mirada tranquila mostraba sosiego y serenidad. Él, hombre gruñón y de pocas palabras ya no daba un paso en falso, una vez se pilló los dedos, más bien un dedo y ya siempre caminó sobre seguro. Aún conservaba una ilusión; su pueblo, y era allí junto a su huerto y sus tierras donde rejuvenecía, donde dejaba de quejarse, allí volvía a renacer, volvía a ser ágil.

Su mujer, con bata de cola cocinera de color azul estampado, muy echá pa’ lante, pelo corto teñido encrespado y barriguita pueril yacía haciendo la comida. Una mujer luchadora incansable, ama de casa y de familia, gran controladora, monjita reprimida, parábola continua y vitalidad asombrosa.

Mientras su hermano volvía de trabajar, con hombros cargados y espalda dolorida de subir y bajar entrañas y carnes de cochino. Con mirada espesa se sentaba en la mesa. Él, a sus cincuenta y algún año era un hombre juvenil, juguetón e imprevisible. Éste si que era un oír, ver y callar de los mejores! Jugaba al despiste siendo un gran espía. No se le escapaba una.

La mujer, les tenía muy bien acostumbrados, era una mujer chapada a la antigua aunque ella siempre se encargara de negarlo. Su marido nunca tocó los fuegos, incluso los de la cocina, solo hacía que sentarse en la mesa y aún así protestaba, cumplía un descanso de guerrero más que prolongado. Una vez quiso hacer un huevo en la sartén y se le olvidó echar el aceite. El siempre fue hombre de chorizo, lumbre y hogaza. Muchas veces decía que él no se tiraba pedos; se le caían.

Los dos hombres de la casa estaban bien asistidos por la mujer y aún así no se llevaban del todo bien, como dos niños pequeños se enzarzaban en peleillas de campo, donde nunca llegaba la sangre al río y siempre acababa por reinar el silencio.
Tres personajes, a cada cual más diferente y opuesto, pero ya con tantos años de convivencia a sus espaldas que me atrevo a decir que aunque ya no se lo digan; seguro, se quieren mucho y no podrían vivir los unos sin los otros.